Gonzalo Rojas (1917-2011)
Tartamudeo, callado, así, solamente por ver
pasar las palabras, y por oír el silencio, como
quien ausculta el corazón de un cadáver.
De eso se trata.
Alguien, en cambio, hizo
del asma un cuerpo, del temblor
un ritmo: aprendió de vallejo
a sacarle aire a las rocas,
amaneció en una mina
porque en las minas
no se amanece.
Contaba el viejo que verseaba en la ducha, que
el agua que caía sobre la bañera, como una lluvia
precisa y caliente, le ablandaba el cuerpo,
los pulmones le llenaba
de aire, y así desnudo y con prisa
corría en busca de un papel
y de un lápiz.
Cómo el humo se hunde en la tierra, no sé
decirlo. Cómo, por ejemplo, la mariposa
muere en las manos del chico, apretadas sus blancas, secas
venas por una presión diminuta, no sé
contarlo. Cómo, al lado de la ruta,
el perro gira, ya quieto, el vientre al sol, y una gota
de brillo abriéndole los ojos, no sé
-no sabría ya- cómo
acordarme y repetirlo.
Un hilo de voz cruza la cordillera, y yo tiemblo, se me tra-
ba la lengua. Gira mi voz y vuelve. -la distancia
es todo-. Le tengo que decir algo, pero qué importa
lo que yo le tenga que decir. Detrás
de la cordillera está el poeta. La voz
que tiembla de asma me pide tiempo porque
debe clavar un clavo y yo siento
la gravedad del teléfono sobre la mesa
como un martillo. Vuelve
con algo parecido a la agitación
y hablamos vaguedades: me cuenta de un fax,
me agradece los nervios, me ofrece su casa
de madera. El es el poeta,
y yo, como quien se sumerge en una bañera,
Tartamudeo, callado, así, solamente por ver
pasar las palabras, y por oír el silencio, como
quien ausculta el corazón de un cadáver.
De eso se trata.
Alguien, en cambio, hizo
del asma un cuerpo, del temblor
un ritmo: aprendió de vallejo
a sacarle aire a las rocas,
amaneció en una mina
porque en las minas
no se amanece.
Contaba el viejo que verseaba en la ducha, que
el agua que caía sobre la bañera, como una lluvia
precisa y caliente, le ablandaba el cuerpo,
los pulmones le llenaba
de aire, y así desnudo y con prisa
corría en busca de un papel
y de un lápiz.
Cómo el humo se hunde en la tierra, no sé
decirlo. Cómo, por ejemplo, la mariposa
muere en las manos del chico, apretadas sus blancas, secas
venas por una presión diminuta, no sé
contarlo. Cómo, al lado de la ruta,
el perro gira, ya quieto, el vientre al sol, y una gota
de brillo abriéndole los ojos, no sé
-no sabría ya- cómo
acordarme y repetirlo.
Un hilo de voz cruza la cordillera, y yo tiemblo, se me tra-
ba la lengua. Gira mi voz y vuelve. -la distancia
es todo-. Le tengo que decir algo, pero qué importa
lo que yo le tenga que decir. Detrás
de la cordillera está el poeta. La voz
que tiembla de asma me pide tiempo porque
debe clavar un clavo y yo siento
la gravedad del teléfono sobre la mesa
como un martillo. Vuelve
con algo parecido a la agitación
y hablamos vaguedades: me cuenta de un fax,
me agradece los nervios, me ofrece su casa
de madera. El es el poeta,
y yo, como quien se sumerge en una bañera,
cierro los ojos y escucho.
de pie, clap clap
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