domingo, 13 de febrero de 2011

herido en cumplimiento del deber



El jefe de bomberos vio una sombra enorme y confusa que se le venía encima y se tiró al suelo. La manguera escapó de sus manos y viboreó por la calle lanzando el chorro contra los curiosos que empezaron a correr. El ruido del avión fue como un trueno y todo se puso negro por un instante. Un olor amargo lo contaminó todo. La gente corría a refugiarse. Dos mujeres cayeron al suelo; un chico tropezó con el cuerpo de una de ellas y también cayó. Algunos de los que venían detrás consiguieron pasarles por encima, pero otros se derrumbaron y empezó a formarse una pila de piernas y brazos que se agitaban. Un hombre grande como una puerta esquivó la montaña de gente justo en el momento que el jefe de bomberos intentaba incorporarse. La rodilla del gigante le dio en el pecho y lo acostó otra vez. Luego, cuatro pares de zapatos le pisotearon el uniforme. El bombero sintió crujir una costilla y boqueó, pero en su garganta sólo entró agua. Sus ayudantes habían desaparecido arrastrados por el desborde. Los que estaban más cerca de las veredas se metieron en los zaguanes y jardines e invadieron las casas. Dos minutos más tarde, el avión estaba lejos y la calle quedó sembrada de cuerpos que reptaban o hacían absurdas piruetas antes de caer. Sobre los lamentos se escucharon varias explosiones. El jefe de bomberos se arrastró hasta la vereda. El incendio, pese a la lluvia, era cada vez más robusto y rojo. Dolorido, el bombero se dio vuelta y miró el cielo. Sacó un pañuelo mojado y se lo pasó por la cara.

-¡Sargento Luis! -gritó.

Escuchó una voz débil. Luego un quejido que se arrastraba hacia él.

-Herido en cumplimiento del deber -balbuceó el sargento Luis.

-Más incendios -dijo el jefe.

El sargento miró hacia arriba. Todo el cielo ardía.

-Ataque aéreo -dijo.

El jefe trató de tomar un poco de aire. El pecho y las piernas le dolían como si lo hubieran triturado.

-Sargento.

-Mande, jefe.

-¿Puede moverse?

-Creo que sí.

-Haga sonar la sirena del autobomba.

El sargento se levantó y caminó tambaleándose hasta el camión. En la esquina apareció un hombre pequeño, vestido con uniforme, que corría resbalando por la calle.

-¡Jefe! ¡Volaron el cuartel, jefe! -gritó antes de dar una voltereta y caer contra el cordón de la vereda. El hombrecito empezó a arrastrarse sobre el pavimento hacia donde estaba su jefe.

-¡Una bomba! -dijo-. ¡Nos pusieron una bomba!

La sirena del camión empezó a sonar sobre los otros ruidos y apagó la voz del recién llegado. El sargento trató de ir hacia su compañero para ayudarlo a cruzar, pero el pavimento estaba demasiado resbaladizo. Dio cuatro o cinco pasos y se quedó en el mismo lugar. Un Peugeot dio vuelta en la esquina a toda marcha. Las gomas traseras patinaron y se fue de costado. Las ruedas de la izquierda pasaron sobre la espalda del bombero. Con el paragolpes levantó al sargento por el aire y el cuerpo aterrizó junto al del jefe que miraba la escena. El auto, sin control, se estrelló contra el autobomba y explotó. El fuego alcanzó rápidamente al camión de los bomberos. Un hombre salió despedido del auto y cayó con los brazos abiertos. El cuerpo rígido se deslizó suavemente sobre la calle. De una mano se le escapó la pistola.

El jefe de bomberos empezó a llorar. Se arrastró hasta el cuerpo del caído y tomó la pistola. Se sentó y miró los techos. Todo era rojo y las casas crujían como papel de celofán en manos de un chico. Se acercó el arma a la nariz. Apestaba.

-Dios los proteja -dijo.

Se llevó la pistola a la sien derecha y apretó el gatillo.



Osvaldo Soriano, No habrá más penas ni olvido.

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